HERLINDO:
UN MIGRANTE

Cruzó el país tres veces para llegar a Estados Unidos y ahora es parte del 13.6% de migrantes que han encontrado en México su casa. 

Esta es la historia de Herlindo, un centroamericano que relata sus experiencias a bordo de La Bestia y viviendo en Ciudad de México.

 

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Irene Larraz │ América Sin Muros

“Está solo y lleva mucho dinero encima porque tiene miedo de que le deporten en cualquier momento. Le he escrito la dirección en un papel para que le ayudes, porque no sabe cómo volver a casa”, dice Elisa, la casera. Herlindo lleva casi un año en la Ciudad de México y solo conoce su casa y el club deportivo donde trabaja. Cuando le mencionas nombres de colonias o estaciones de metro sonríe sin reconocerlos. Sin embargo, este hombre que se pierde con facilidad, ha atravesado el país tres veces; él solo, con su mochila.

Herlindo cumple con el estereotipo de cualquier centroamericano del triángulo norte que deja su país para migrar a Estados Unidos, conseguir trabajo y enviar dinero a casa. Se podría decir que es un número indeterminado entre los 75,369 migrantes de Honduras, Guatemala y El Salvador que atravesaron el país el año pasado; el 85% del grueso de la migración que aterriza en México. Pero eso no hace su historia menos interesante.

Hace unos meses Herlindo decidió que no seguiría su viaje hasta Estados Unidos. Cada vez son más los migrantes que deciden establecerse en México, donde encuentran una vida tranquila y con posibilidades para salir adelante. De hecho, según la Red de Documentación de las Organizaciones Defensoras de migrantes (Redodem), aunque Estados Unidos sigue siendo el destino del 64.68% de los migrantes, el 13.67% de los que llegan a México se queda en el país.

Mientras tanto, Herlindo se sienta cómodo y sin que le pregunten nada, empieza a hablar: trabaja en un club deportivo cerca de Tasqueña. Los dueños son muy buena gente y sus compañeros también, dice. Ahí limpia, da mantenimiento y corta las plantas de martes a domingo por 4,800 pesos al mes. Y está feliz: “El trabajo está bien suave y lo mejor es que puedo estudiar por las tardes”. Ese ‘lo mejor’ es un ‘lo mejor’ de verdad: es la primera vez en su vida que va a la escuela y está aprendiendo a leer y escribir.

 

En busca de refugio

De pequeño vivía en un monte donde no había ninguna escuela, ni en el pueblo más cercano, ni tampoco en el siguiente. Se dedicaba a sembrar y cultivar el campo con sus ocho hermanos, y nunca la necesitó. Cuando tenía 7 años, su tío mató a su padre por unas tierras. Lo cuenta así, tal y como se lee, con total normalidad. Después del asesinato, su madre las tuvo que vender, por no decir regalar, y se marcharon a las afueras de Tegucigalpa con poco dinero y mucha necesidad. Herlindo trabajaba para ayudarle, pero apenas alcanzaba. Por eso, a los 12 años, decidió empacar sus cosas y marchar al norte.

Dicho así parece sencillo: “Subí al tren y me encontré gente buena en el camino que me iba dando comida y cosas. Como era pequeño les daba lástima y siempre me ayudaban. Cuando llegué a la frontera me di cuenta que no tenía para pagarle a los polleros. Pedían mucho dinero. Yo me quedé ahí, en Mexicali, y me fui haciendo su amigo, hasta que un día uno de ellos me cruzó. Yo le dije que le pagaría con lo que ganara, pero no aceptó. Me dijo que ellos ganaban ya mucho dinero, que mejor lo enviara a mi madre. También entre los polleros hay gente buena. Llegué a Houston y trabajé unos meses en un ‘car-wash’ con un chino de Corea. Pero me pagaba muy poco y no me alcanzaba casi para mandar. Después un mexicano y su esposa, salvadoreña, me llevaron a vivir con ellos y empecé a trabajar repartiendo flyers en Miami. Fuimos una vez y nos pagaron 800 dólares. Pero la segunda vez, cuando estábamos yendo, nos paró la policía y nos detuvo. Yo podía haber peleado mi caso, pero iba a tardar un año, ¿y después? A veces cambian de opinión y le dicen a uno que ya no. Así que preferí devolverme a Honduras, que me deportaran”.

La segunda vez tenía 17. Volvió en el tren, pero el viaje ya no era tan seguro, dice. Cuando llegó a la frontera, los polleros pedían 5,000 pesos por cruzar a alguien y 1,000 más de impuestos para el narco. Herlindo no llevaba ni la décima parte de dinero, así que decidió cruzar con droga. Durante algunos días cargó una mochila con 40 kilos de cocaína a la espalda y otra con comida y bebida en el pecho. Eran ocho, los demás mexicanos. “No te hagas el vivo, si llega la migra suelta todo y corre a la frontera”, le habían dicho. Así fue: llegó la migra, todos soltaron sus mochilas y corrieron. Pero a Herlindo lo alcanzaron. Él dijo que lo habían obligado y lo volvieron a deportar.

Lo cuenta todo despacio, con detalle, como si le acabara de pasar. Cuando quiere decir lo malo, lo evita, pasa de puntillas y sigue su recorrido por el lado de las sonrisas, cuando hizo un amigo, trabajó con las patronas o conoció a alguien que le ayudó.

A los 24 años, el año pasado, emprendió su tercer viaje, pero esta vez no llegaría a la frontera. “Volví a subirme al tren, pero tenía miedo. Había muchos hombres malos. Llegué a Veracruz y bajé para comer algo y descansar. Pasó el tren y me volví a subir, y como a la hora vi que la gente empezaba a saltar. ‘¿Qué pasará?’, pensé. Yo también iba a bajarme, pero el tren iba corriendo y yo no podía. No podía. Me quedé y al rato, como un poco después, llegaron unos hombres encapuchados, todo de negro y me dijeron: ‘¿Qué haces aquí?’. Yo les expliqué que el tren iba corriendo y no me podía bajar. ‘No puedes quedarte en este tren. En la siguiente estación te quedas’, dijeron. Les hice caso y en el siguiente pueblo bajé”.

El resto del trayecto lo hizo caminando por las vías del tren y en camión. Al principio no lo quiere contar y solo niega con la cabeza mientras repite:

“Pasan muchas cosas malas. Muchas cosas malas”.

Después, poco a poco habla de cómo vio a gente que se quedaba dormida y las ruedas les cortaban en dos cuando caían del tren. También recuerda a un señor con el que recorrió una parte del camino hasta que llegaron unos asaltantes todos de negro y les quisieron robar. Herlindo alcanzó a correr mientras le disparaban a los pies, pero el otro señor no.

 

México, una nueva casa

“Es muy difícil”, dice ahora. Pero ahora, en este momento, gran parte de lo que cuenta quedó atrás y se siente feliz, dice. Para él, México ha pasado de ser unos cuantos miles de kilómetros que debía atravesar para llegar a Estados Unidos, a convertirse en el lugar al que llama casa. No es el único: en los últimos años México ha dejado atrás su papel como país de tránsito y ahora es el destino de muchos.

Alejandra Carrillo, consultora para el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR), explicó que el reto está en documentar que los migrantes se están quedando en el país, y de esa manera poder impulsar protocolos de atención, según recoge la revista Proceso. Pero mientras eso sucede los albergues se van llenando cada vez más.

Herlindo es parte de esas cifras ciegas, las que no figuran en estudios ni informes. No consta en ningún registro ni tiene ningún tipo de identificación porque, como a muchos, se lo robaron todo en el camino. Pero mientras tanto, su vida sigue y quiere inscribirse en una escuela de música para cumplir su sueño de ser cantante. Tal vez México le permita lograr lo que no consiguió en Estados Unidos.

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