«QUIERO ESTAR CON MIS HIJOS»

Verónica todos los días se despierta con el sueño de poder cruzar de nuevo a EUA. Ella, sin tener expediente delictivo, fue separada de sus tres hijos y su nieto, a quien aún no conoce en persona por estar deportada en México.

 

Se conoce como “pinky kiss” cuando las madres deportadas tocan las yemas de los dedos de sus hijos, a través de las rejas, en la frontera de Tijuana-San Diego. Foto: Madres Soñadoras Internacional.

Mónica Vázquez América Sin Muros

Desde que Verónica regresó a México se dedica a vender dulces. Con ese ingreso y la renta de algunos cuartitos que construyó, sobrelleva sus cuentas, y busca el tiempo para ir a recibir a sus compañeros deportados a la terminal del aeropuerto, al menos una vez a la semana. Ella es de las personas que si queda en algo, lo cumple. En esta ocasión. Nos vemos para comer quesadillas en El Ajusco, apenas dan las 14:00 h y Verónica ya está bajando del camión en el lugar acordado.

Recuerda que, cuando la deportaron, lo primero que pensó fue que tenía que regresar a Cincinnati, Ohio con sus hijos. Ya lleva cuatro años de este lado y, no abandona esa idea. Aunque Verónica ha logrado sobrevivir y adaptarse a la CDMX, ella sueña con volver a EUA, “yo soy una dreamer mom, quiero estar con mis tres hijos y mi nieto”.

El 19 de mayo del 2014 fue el día en que la regresaron a México; aunque llegó a vivir con su hermano, su corazón se quedó del otro lado de la frontera. Una de las primeras crisis que enfrentó, desde la separación, fue una noche cuando sus hijos la llamaron, desesperados y en llanto, pidiéndole ayuda, pues su padre estaba herido. “El mayor me decía que su papá estaba muy mal, yo me sentía impotente, solo escuchaba el sonido de las ambulancias, gritos y llanto. No sabía qué pasaba ni podía hacer algo, pero imaginaba lo peor”. Resultó que un grupo de personas alcoholizadas habían golpeado a su esposo, que trabajaba como guardia de un edificio. Los hombres lo apuñalaron y una mujer lo arrolló con el auto. Fue un momento de horror para la familia, el caso llegó hasta las noticias, “yo desde acá los veía por la televisión, sin poder estar con ellos. No pude acompañar a mis hijos”.

 

El derecho natural de una madre es el poder estar con sus hijos, pero las leyes de migración y las políticas de EUA han separado a miles de familias, desde el gobierno de Barack Obama, conocido entre la comunidad migrante como Deporter in Chief (deportador en jefe). “Muchas madres están perdiendo la salud mental al estar separados de sus hijos”, dice Yolanda Varona, fundadora de la asociación Madres Soñadoras Internacional, durante el Foro Migración y Separación Familiar. Cuando los padres son deportados, los hijos, sin importar la edad, hablan con los abogados y llevan los juicios; desde pequeños aprenden a levantar la voz. “Una enmienda de EUA dice que todos los ciudadanos tienen el derecho de alcanzar la felicidad, pero al separar a las familias, se contradicen. Me preocupa esa generación de niños resentidos contra su país y el de sus padres”, agrega Yolanda, quien desde hace ocho años no ve a su hija, pero asegura que volverán a estar juntas porque “Dios es grande”.

Verónica emigró a EUA para darle a sus hijos un mejor futuro, hoy vive en la CDMX con un veto migratorio de 20 años.

Sin expediente delictivo, Verónica tuvo que salir de EUA. Pues las políticas estadounidenses permiten estos actos de crueldad. Miles y miles de mujeres han sido separadas de sus hijos por incidentes menores. “Me estacioné en un lugar de discapacitados, nunca vi las líneas”, esto la llevó a la corte, donde le permitieron permanecer en el país a pesar de ser indocumentada. La condición era presentarse cada dos meses para firmar ante la audiencia. Por miedo a que las autoridades actúen en su contra, muchos indocumentados prefieren no asistir y cambiar su domicilio. Pero no era el caso de Verónica, ella no quería dañar a su familia, y cada que llegaba su citatorio, acudía a firmar. 

 

La desgracia llegó cuando la violencia doméstica alcanzó los límites. Verónica vivía con su esposo y sus tres hijos. Pero su matrimonio no iba bien y su esposo se había volteado contra ella. En un pleito la corrió de la casa y se fue a vivir con una amiga, a un domicilio cercano.

 

– Se me pasó la cita, no sé si él me la escondió o qué pasó. Cuando yo me mudé, mandé mi papel de la nueva dirección. Pero no llegó a tiempo, y ellos mandaron la cita a la antigua dirección.

 

Al no recibir noticias, Verónica fue a la corte a explicar su situación. Las mujeres policías la invitaron a pasar, mala señal. Nunca la sentaban frente a la computadora.  Llegaba, firmaba y se iba. Esta vez, se sentó y la policía comenzó a verificar sus datos:

 

-¿Sabes hablar inglés?

-Sí.

-No firmaste a tiempo, estás deportada.

-¡Pero por qué, yo no sabía de mi cita!

 

En lo que Verónica se defendía, otra mujer la estaba esposando. “Entonces ya no puede hacer nada, nada, nada, nada”, dice Verónica.

 

La trasladaron a una cárcel de máxima seguridad donde permaneció cuatro meses. Su hijo mayor, de entonces 22 años, pagó a una abogada para llevar a su mamá de regreso a casa, al tiempo Verónica detuvo el proceso: “Era muy cara, estaba endeudando a mi familia y mis hijos estaban muy mal, en lo económico y emocional. Frené ese gasto. La abogada les decía, ¿quieres que vaya a ver a tu mamá? Son 700 dólares, ¿mandar un papel? 120 dólares”.

 

Sin ser una delincuente, Verónica compartió celda con una salvadoreña. Así la designaron, pues las dos hablaban español y estaban encerradas por migración. Solo podían salir 45 minutos al día, para bañarse y hacer una llamada por teléfono. “Si te formabas para las regaderas, no te daba tiempo para hacer la otra fila”. Verónica lo recuerda como su peor pesadilla, “hubiera preferido compartir celda con una americana, gabacha o negra”. María, su compañera, hizo un infierno dentro del infierno. 

 

 -Le decía, ¡ya basta, María!

-Sí, como tú eres mexicana, tú te crees muy acá, – contestaba su compañera de celda.

 

En EUA, el resentimiento de los centroamericanos a los mexicanos es muy fuerte. “Les va muy mal en el camino por México y tienen razón, pero no para que culpen a gente que no tiene nada que ver”. Cada que Verónica lloraba en su celda, su compañera la ofendía. “Yo le decía que me dolía mucho estar sin mis hijos, pero ella no lo entendía”. Pasaron los cuatro meses y su sentencia final fue la deportación con un veto migratorio de 20 años.

 

***

Pocos son los caminos que pueden seguir las madres deportadas, y lo peor, es el miedo y la desinformación entre la comunidad. Miedo a denunciar actos de violencia en su contra mientras viven en EUA. Como es el caso de Verónica, que al ser una mujer sin documentos evitaba visitar instancias oficiales. Ya que, de tener alguna denuncia en la mano, su regreso a aquel país, por la vía legal, sería más fácil. Desinformación respecto a las opciones de visa que existen para mujeres con familia, nacional o extranjera.

 

Aunque las leyes con cada administración se han vuelto más rigurosas, existen organizaciones, en México, que luchan por el reencuentro de las mujeres con sus seres queridos. “Existe la visa “U”, humanitaria, para víctimas de delito, asalto, y violencia. También está la VAWA para víctimas de maltrato, es específica para la mujer”, explica Molly Goss, del Instituto para las Mujeres en la Migración, durante el foro sobre el tema. De ser candidatas, los trámites para obtener la visa pueden tardar más de 10 años. Para las mujeres separadas de sus hijos esta es la única esperanza que tienen para la reunificación.

A falta de apoyo por parte del gobierno, las madres deportadas se unen para exigir sus derechos, en ambos lados de la frontera. Foto: Madres soñadoras internacional.

Como todas las madres deportadas, Verónica vive todos los días con la esperanza de volver. “Me regresaron por Tamaulipas, por suerte unas personas me dieron para el pasaje y llegué a la CDMX a casa de mi hermano, y al poco tiempo intenté cruzar de nuevo”. Ya en la frontera, esperó durante días a que el coyote le avisara por dónde se podría, así estuvo de una ciudad a otra, hasta que los mandaron por Juárez. Caminó por un canal para después saltar la cerca que divide a México con EUA, pero al llevar los tenis mojados se resbaló. “Le dije al coyote, ya me vieron. Ahí colgada como chango, él me empujó y caí del otro lado. Al fin, ya le había pagado, no le importaba si cruzaba o no”. Al tocar suelo, lo primero que hizo Verónica fue levantarse e intentar saltar de regreso a México, “en instantes, ya tenía las patrullas alrededor mío. Revisaron mi récord y me volvieron a mandar a la cárcel. Tuve que firmar la sentencia de que si volvía a cruzarme en los siguientes dos años, me darían un tiempo largo en prisión. Por suerte ya pasaron esos dos años”.

 

Verónica tuvo que pasar cuatro meses bajo las rejas, una vez más. La primera parada, fue en las “hieleras” el nombre con el que los migrantes conocen a los centros de detención del Servicio de Control de Inmigración y Aduanas, ICE. Llamadas así, pues son espacios con mobiliario de metal donde el aire acondicionado es muy frío. “De ahí todos salen enfermos”, Verónica recuerda que sus compañeras se sentaban abrazándose unas a las otras para aguantar el clima, “abrázame más” nos decíamos.

 

Por ser detenida en la frontera, la asignaron a una prisión en El Paso, Texas, en un dormitorio con 52 mujeres más. “No sabía qué era peor, si estar con la María, solitas o con estas locas”. Había de todo: narcotraficantes, violadoras y delincuentes. “Se juntaban las americanas, hispanas y nosotras, las migrantes. También muchas lesbianas, el problema no era ese, sino que cuando hacían sus cosas y las cachaban, nos castigaban a todas”.

 

Al cumplir su condena, la deportaron en Cd. Juárez, “me aventaron, así de, cruce esa rayita. Yo me quedé mirando al cielo, y ahora, ¿qué hago?, pensé”.  Descalza y sin nada en las manos, Verónica tenía miedo de preguntar a la gente dónde quedaba la estación de camiones. Temía que se dieran cuenta de su condición y la asaltaran o desaparecieran. Entonces vio que dos muchachos y una señora también salieron por las puertas fronterizas: “nos unimos, caminamos, nos perdimos, fuimos para allá, fuimos para acá. No preguntamos a nadie las direcciones, los hombres no llevaban agujetas, entonces la gente se daría cuenta de que estuvimos tras las rejas”. Uno de sus acompañantes le regaló las chanclas que había usado en la cárcel para bañarse, con estas, Verónica caminó por Juárez y viajó hasta la CDMX con un boleto que le compró su hermano.

 

Al estar de regreso en México comenzó a ver la realidad, pensando que ya no habría nada que hacer. “En este momento volvería a cruzarme, pero me aterra el pensar en caer de nuevo en la cárcel”. Para poder negociar, con ella misma, su nueva vida y aceptar la distancia con sus hijos, Verónica tuvo que ir al psicólogo: No podía vivir con todo esto”. Pero su mente aún no descansa, y los malos momentos del pasado regresan como pesadillas. Recuerda que una noche mientras dormía, escuchó la sirena de una patrulla, abrió los ojos y empezó a ver las luces por la ventana, aterrada se levantó y corrió para escapar. Por suerte, estaba su hermano, quien de inmediato la tranquilizó. Lo cuenta entre risas, pues Verónica, a pesar de la desolación, conserva el buen humor.

 

***

Como tantos mexicanos, Verónica se fue a EUA en busca de un futuro mejor. Ella tenía 28 años cuando fue a seguir a su esposo. Él le platicaba que en el norte era más fácil hacer dinero para mandarlo a sus hijos y comprar un terreno. Este viaje era común entre sus conocidos, que uno a uno emigraron a Cincinnati, en Ohio. El matrimonio tenía amigos y vecinos que vivían allá. Verónica aprovechó el viaje de un vecino, que era coyote, y alcanzó a su esposo. En Cincinnati, vivió y laboró durante quince años, en doble jornada, en casi todos los oficios, desde camarera hasta supervisora de piso, “trabajé como burro”, recuerda.

 

Al estar lejos de casa, no resistió la distancia con sus hijos. Ya con dinero ahorrado, mandó por su mamá y los tres pequeños. Le pagaron a un coyote, ya familiar, y los cuatro emprendieron el viaje. “Mis hijos caminaron el cerro, eran chiquitos. Mi niña tenía un año y mi mamá se la llevó en brazos. Se fueron por Sonora. No había tanto narco como los hay ahora. Antes no secuestraban ni mataban tanto”. En el camino por el cerro, su mamá tropezó y se fracturó un tobillo, los dos niños pudieron cruzar solos pero no la bebé. “Me habló el coyote para decirme que iban a dejar a mi mamá con mi hija para no arriesgar al grupo. Les pedí que no. Mi mamá no la podía soltar. Por suerte, todo se resolvió y los cuatro llegaron a salvo hasta casa”. Finalmente, la abuela cruzó en auto con la niña en brazos.

 

Ahora, el mayor de sus hijos tiene 26 años, los dos hombres estudiaron business y la mujer cursa los estudios en veterinaria. Los tres son beneficiarios de DACA (Acción diferida para los llegados en la infancia). Aunque el programa contemplaba un permiso de viaje para salir de EUA, Donald Trump lo suspendió.  Verónica, a la distancia, mantiene unidos a sus hijos por un grupo de Whatsapp, pues cada uno vive de manera independiente. “Mi hija me preocupa mucho, pues la dejé cuando ella tenía 15 años. Ella sufrió demasiado cuando me deportaron. Ahora tiene un novio y un chamaco”. Para Verónica su hija aún es una niña, y aunque por teléfono, videollamadas y mensajes refuerza su vínculo de madre, eso no le es suficiente.

 

***

 

“Es frustrante tener lo que más quieres detrás de ese muro que es un monstruo que nos está comiendo cada día. Hemos entendido con el paso de los años que muchas no vamos a regresar, que nos vamos a quedar de este lado”, dice Yolanda Varona; quien, junto a  Verónica, es una de las miles de mujeres víctimas de un sistema poco sensible con las necesidades humanas. Ellas, representan a las miles de madres que todas las mañanas se levantan con la esperanza de poder volver a EUA para estar con sus hijos.

 

 

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